El yacimiento de Alcaucín, descubierto por Cecilio
Barroso en 1979, supuso una revolución mundial en el estudio de la cultura
musteriense. Su hallazgo más importante: la constatación de la práctica del
canibalismo
lucas martín 26.03.2017
Los restos encontrados figuran entre los mejores conservados
del periodo: podría tratarse de los últimos neandertales de Europa.
Podría entenderse como un ejercicio próximo a la nostalgia.
Una recurrencia sentimental, en conexión con algún tipo de trámite sagrado. O
al menos, como una de esas lealtades que distinguen en sus costumbres a las
aves migratorias. El boquete de Zafarraya, insertado en la sierra de Alhama, en
plena estribación de la cordillera Subbética, no destaca a simple vista por su
docilidad ni por sus virtudes como caseta natural de paso. Si uno se perdiera o
tuviera que buscar refugio en mitad de la noche, de la noche total y de cielo
vengativo de principios de los tiempos, eligiría muchos otros puntos del
entorno: cavidades, depresiones de apariencia menos fiera. Y, sobre todo, a ras
del suelo, lejos de los 1.100
metros de altura que anudan la cima del monte.
Sin embargo, y en clara rebeldía contra la lógica, tal vez
también contra la física, el sitio es el único de toda la zona que ha sido
utilizado, y durante miles de años, como estancia provisional del hombre. La
mayor evidencia está en la ingente cantidad de restos encontrados en el paraje:
trozos de cerámica medieval, de sílex, de la Prehistoria. Incluso ,
desechos que apuntan al pastoreo reciente. Quizá sea cosa del magnetismo de la
cueva. De su perfil monumental, ciclópeo. Una vistosidad que fue lo que llamó
la atención del historiador Cecilio Barroso, el artífice del descubrimiento,
que inició la búsqueda guiado por el instinto y la curiosidad, en 1979,
mientras veraneaba en Alcaucín con la familia.
Una de las sorprendentes imágenes que deja el territorio, de gran fortaleza plástica, tanto por su estructura como por el paisaje que circunda al conjunto de la cordillera. |
De aquella primera subida, sin carácter oficial de
expedición, emerge la secuencia de un yacimiento que todavía hoy sigue dando la
vuelta al mundo. Un espacio citado constantemente en la revista Nature, y que
en los noventa revolucionó el estudio de los neandertales, enrolando en el
proyecto a científicos tan prestigiosos como Jean-Jacques Hublin, actual
director del departamento de Evolución Humana del Instituto Max Planck de
Alemania.
El propio Cecilio Barroso fue el que se dio cuenta de que en
la cueva, entonces un muladar de piedras, había indicios de cultura
musteriense. Un tipo de técnica de lascado claramente identificable, que surgió
y desapareció en el periodo en el que sobre la tierra anduvieron los
neandertales. Entre 1981 y 1983 se llevaron a cabo las primeras excavaciones,
muy alejadas aún del dinero francés, con apenas 50.000 de las antiguas pesetas
aportadas por la
Fundación Cueva de Nerja. La modestia, esta vez, no resultó
ningún óbice. Los trabajos de Barroso y su equipo confirmaron la presencia de
la especie. Y, además, de la manera más incontestable de todas: con restos de
cuerpos humanos. Un hallazgo que, dada la escasez de asentamientos de la época de
Andalucía, justifica ya de por sí el valor del enclave, pero que en este caso
viene acompañado de una importancia que se mide por partida doble. Entre las
piezas recuperadas, figuraba el famoso fémur, pero también una mandíbula que es
considerada casi unánimemente como una de las muestras mejor conservadas del
continente.
A eso se añade otra gran revelación, reconocida y propagada
a nivel mundial, con seguimiento minucioso. El peso del yacimiento de Zafarraya
contrasta fuertemente con la dedicación de las autoridades españolas -locales,
provinciales, nacionales y autonómicas- que ni siquiera se han molestado en
habilitar un centro de interpretación junto a la cueva. Son los franceses los
que han invertido, sumando efectivos y esfuerzos durante los noventa al equipo
de Cecilio Barroso. En una de las expediciones conjuntas, la pala reveló la
existencia de una antigua hoguera en la que aparecieron huesos maltratados,
carbonizados, con signos de haber sido reducidos a filamentos. Los
investigadores no lo dudaron: el descubrimiento refrendaba lo que ya había sido
sugerido el estudio de las piezas anteriores: que en el boquete se practicaba
el canibalismo. Una posibilidad, la de la antropofagia, con la que llevaban
coqueteando algunos autores desde hacía décadas y que gracias al yacimiento
malagueño se ha convertido en un nuevo punto de luz bajo el que observar la
vida de los neandertales.
En Zafarraya, en cualquier caso, no eran muchos. No, al
menos, al mismo tiempo. Las dimensiones de la cueva apenas admiten la presencia
simultánea de seis o siete personas, acaso miembros de una misma familia.
Cazadores que hacían un alto de varios días en su errancia, quién sabe si
provenientes de la costa o de Alfarnate, donde las investigaciones geológicas
siluetean la presencia de una especie de campo general de operaciones. Ahora,
desde la cueva, se intuye la cercanía urbana de Alcaucín, pero entonces todo
era muy distinto. Un bosque mediterráneo con un bestiario que las
transformaciones han hecho que parezca de barraca: leones, ciervos, jabalíes,
toros, caballos, panteras. En muchos casos en disputa salvaje con los propios
habitantes del boquete. «No creo que los neandertales tuvieran el grado de
desarrollo y de cooperación que se necesita para practicar la caza selectiva.
Comían lo que pillaban», razona Barroso.
La excepcionalidad del yacimiento de la cueva también reside
en la datación de los restos, que ha ido generando información de amplio
recorrido en bibliotecas y academias científicas. Los primeros análisis
hablaban de una antigüedad de 30.000 años, convirtiendo a los neandertales de Zafarraya
en los últimos en extinguirse en Europa, donde la especie hacía más de diez
milenios que había sido complemente sustituida por el Homo Sapiens.
Evaluaciones posteriores, con tecnología aportada por la universidad de Oxford,
han introducido nuevas e importantes variaciones. Según estos, las piezas
corresponderían a un asentamiento más remoto, de 46.000 años. Los diferentes
resultados no invalidan el asombroso contenido histórico de la cueva. Lo cuenta
Javier Noriega, de la empresa arqueológica Nerea: «Zafarraya supone una
constatación científica de primer orden con lo descubierto y lo que queda por
descubrir. Nos hallamos ante un interesante diálogo entre una especie, la del
hombre del Neandertal y un territorio, uno de los principales yacimientos del
periodo de la Península »,
explica. Sin duda, la memoria del hombre. Sus huellas imprecisas. Sus angustias
y movimientos iniciales.
Un tesoro apreciado pero sin explotar: la desidia frente al éxito
- La cueva permanece cerrada. Protegida, además, por un sendero pedregoso, difícil de domar, con el único claro descrito por la línea del antiguo ferrocarril, en los pies de la ladera. Nadie se ha molestado por contratar a un guía. No hay dípticos ni paneles explicativos. Una pobreza señalética que no guarda proporción alguna con la importancia del yacimiento, que ha inspirado trabajos y publicaciones en países como China e instituciones del prestigio de la Academia de las Ciencias de Estados Unidos. Pocos después del descubrimiento de los restos, la Junta de Andalucía otorgó a la cueva la catalogación BIC. Además, se hicieron las gestiones para obtener la titularidad de los terrenos, hasta entonces en manos privados. Eso, junto a la exhibición en el Museo de Málaga de algunas de sus piezas, son, sin embargo, las únicas acciones llevadas a cabo para ampliar la proyección del yacimiento, que todavía, en futuras exploraciones, podría dar lugar a nuevas y jugosas sorpresas. Una lástima, y en eso coincide Cecilio Barroso con los arqueólogos Eduardo García Alfonso y Javier Noriega, para el territorio, que cuenta sin apenas saberlo con una riqueza digna de llamar la atención, como sucede en Francia, de miles de turistas. De momento, todo sigue igual. Casi cuarenta años después de su descubrimiento, Zafarraya brilla. Pero sólo en artículos y estudios técnicos.